jueves, 31 de enero de 2013

La desaparición de la Épica.

Todas las civilizaciones se han cimentado, y me atrevería a decir que justificado ontológicamente, a través de la épica, de la mitología y de sus dioses y héroes.
Una civilización cualquiera perdurará en el devenir de la historia en tanto logre preservar la memoria de sus ancestros; en tanto consiga que sus mitos pervivan; en tanto mantenga vivos a sus héroes y, en definitiva, en tanto se esfuerce por mantener viva su razón de ser con las necesarias dosis de épica.
¿Pero qué es la épica?

Yo me atrevería a definir la épica como la máxima aspiración de los hombres, pobres mortales, por semejarse a un dios. Y digo semejarse porque la épica respeta la jerarquía inherente a la organicidad vital; la épica entiende que si existen loables valores superiores es por el hecho, trascendental, de que hay un ser o seres superiores que dan sentido a las vidas de los hombres: a sus hechos heróicos. Y el héroe, aunque ambicioso y orgulloso en ocasiones, es ante todo humilde ante lo superior, dócil ante la excelencia y, sobre todo, ante sus dioses, razón por la cual jamás osaría autoerigirse en dios. A lo sumo, el héroe podría aspirar, como bien entendieron los griegos, a ser un semidios; una suerte de híbrido magnífico con un pie en la realidad material y otro en el idealismo místico o religioso.

La épica cumple, por tanto, con una imperiosa necesidad vital: proveer de héroes a la civilización, promover el deseo de aspirar a la heroicidad entre aquellos individuos mejor capacitados para el aristocrático ejercicio de crear; para aquellos que posean la ambición de diseñar y proponer proyectos de vida comunes a sus semejantes.
Así, en la medida que una civilización destierra la épica de su razón de ser, la ningunea o la desprecia, dicha civilización se comienza a autoinmolar, quizás con una lentitud difícil de apreciar para las primeras generaciones que asistirán, atónitas, a la negación de sus mitos, héroes y dioses. Pero el suicidio vital se hará evidente para las generaciones posteriores cuando, ya sumidas en la decadencia y en la podredumbre moral, se pregunten angustiadas:

¿Dónde están los héroes que han de salvarnos?

Y esta pregunta, desgarradora y desesperada, ya no hallará respuesta. A lo sumo, algún alma caritativa se le acercará al oído y le confesará, cuidándose mucho de no levantar la voz: todos los héroes están muertos. Más aún, podría explicarle cómo los héroes habían sido borrados de la memoria colectiva, después de una larga purga inmisericorde a través de la cual fueron ridiculizados y convertidos en patéticos bufones.
Y entonces, solo entonces, el individuo angustiado frente a su presente y sin esperanzas en el futuro, volverá a preguntar: ¿por qué y cómo murieron los héroes?

Y he aquí la respuesta del anónimo filántropo, en el fondo compadecido con la suerte que habría de correr este pobre desdichado, sus compatriotas y la generalidad de los integrantes de la Civilización Occidental:

El materialismo, desesperado amigo, mató a los dioses y con ellos desterró la posibilidad de toda épica. Desde el momento en que el ser humano se obligó a ser esclavo de una razón prostituida, en tanto que sesgada por el cientifismo positivista, se firmó la sentencia de muerte de todo acto de heroicidad. Y es que ninguno de los dos grandes asesinos de la vitalidad: ciencia y marxismo (ambos materialistas) se atrevieron a reconocer que la diosa razón también tenía un alma espiritual y una imperiosa necesidad de inmortalidad.
Dijo Unamuno en su "Del sentimiento trágico de la vida" que el pacifismo era la consecuencia inevitable del reconocimiento de la inexistencia de Dios. Y dijo bien el sagaz filósofo vasco, porque muerto Dios, y con su muerte la imposibilidad de alcanzar la vida eterna, ¿qué sentido tenía autoinmolarse heróicamente por nada ni por nadie? ¿Para qué morir en las guerras?
Sí, pobre desdichado que buscas respuestas que no quieres oír, matamos a Dios y con él a la épica y a todos los héroes que en la historia fueron. Peor aún, nos obcecamos en adoctrinar sobre lo inútil y vano de ejercer de héroe; disuadimos a los individuos de varias generaciones para que evitaran ser ridiculizados y tomados por bufones anacrónicos. ¡Anacrónicos! ¡Cómo si la vida entendiera de ancronismos! ¿Para qué o por qué habría de morir un héroe, hoy, si ya ni siquiera le quedaría la esperanza de la vida eterna?
Y sin la épica que proporciona héroes, como podemos comprobar, toda una civilización (Occidente) se desmorona.

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