jueves, 31 de enero de 2013

El sentido del ser.

¿Cuál es el ser del ser?

La tarea básica de toda filosofía, en palabras de Ortega, es hallar la razón del ser o, como dijera Heidegger, encontrar el sentido del ser. Así, descubrir el ser del ser (el porqué del ser) es la primera y más urgente pregunta que se formula cualquier ser humano sumido en el drama de vivir, es decir, cualquier individuo angustiado ante la muerte y la posibilidad de que tras morir solo quede la nada.
Si vamos a morir, ¿entonces por qué existimos? ¿Qué sentido tiene que seamos (existamos) tan solo por un pequeño período de tiempo? ¿Para qué tan corto viaje, aparentemente sin sentido?
Yendo más allá de la mera existencia óntica (de las cosas), que nos demuestra que lo que es existe en tanto posee unas cualidades constantes y permanentes que podemos observar y aprehender con la razón y los sentidos, el ser humano (pastor del ser) necesita saber la verdad sobre la existencia ontológica del ser (su razón y su sentido), pues es un imperativo vital que nos insta a huir del vacío de la nada.

Reduciendo al máximo, y simplificando en aras de la claridad*, podríamos decir que el ser humano no ha hallado todavía la respuesta a la pregunta más urgente y radical, ergo vital, que necesita para justificar su existencia: ¿Seguiremos siendo tras morir?

Metafísicamente hablando, el ser es eterno e invariable, pues es lo antagónico a la nada. Pero recuérdese que nos estamos refiriendo al ser ontológico, a una razón y un sentido que permanecen ad aeternum, en absoluto nos referimos al ser óntico de las cosas cuyo ser material, ya sabemos, ni se crea ni se destruye, sino que se transforma. Lo entendemos mejor desde una perspectiva teológica cuando nos preguntamos por el alma. El alma se me antoja el análogo, salvando las distancias, del referido ser del ser, es decir, el alma es aquello que permanece eternamente.

La teología soluciona el problema del sentido del ser heideggeriano partiendo de una verdad apriorística e incuestionable: Dios existe, ergo Dios es el ser del ser, es decir, es el ser eterno e invariable que da sentido a la existencia, tanto de las cosas como del ser humano.

Pero vayamos más allá de estas sencillas y pueriles conclusiones:

La idea de Dios es, si se me permite, un universal constante a lo largo de la historia que aparece en diferentes civilizaciones, distantes tanto en el tiempo como en el espacio. Podríamos decir que dicha idea es un legado de la tradición del logos humano (de nuestro lenguaje y de nuestra razón). Pero aferrándonos a la tradición (sin superarla) estaríamos enmascarando la auténtica verdad sobre el ser del ser, porque apelar a Dios, o a cualquier otro principio apriorístico no demostrable, significaría seguir manteniendo oculto al ser ontológico, que debería desvelarse (no revelarse) libre de los condicionantes de la tradición (cultura, historia, religión...).

Heidegger realiza una dura crítica contra la tradición, pero más que nada porque ella ha permitido que el ser humano se acomode y deje de buscar el verdadero sentido del ser o, en el mejor de los casos, lo busque por vías ya condicionadas previamente por el logos histórico. Heidegger insiste en que hay que desvelar el sentido del ser, es decir, mostrarlo para que no permanezca oculto, pero ¿qué método utilizaríamos para ello?. La teología se limita a revelarnos al ser del ser (Dios) a través de las sagradas escrituras: no vemos a Dios, pero éste se manifiesta y tiene sentido en los actos y hechos que es la vida.

Heidegger escogerá el método fenomenológico para desvelar el sentido del ser, pero resultará que dicho método, desarrollado por Husserl, pecaba de ciertas carencias. A saber:

El ser se manifiesta a través del fenómeno, es decir, de lo factible que se da ahí (en la existencia).
El dasein (ser en sí y ahí) se manifiesta a través de los hechos, es un constante hacerse a sí mismo, pero es un quehacer vital (Ortega) inmerso en la dimensión temporal. Y el método fenomenológico desarrollado por Husserl (maestro de Heidegger) no contemplaba la historicidad temporal del ser, pues la fenomenología reducía el ser al hecho, a lo que se daba o sucedía fuera de sí (existencia).

Vemos, pues, que si la vía teológica (revelación del ser) resultaba insuficiente para Heidegger en la tarea de desvelar el sentido del ser, la vía fenomenológica (facticidad del ser) tampoco servía como método, en tanto obviaba la historia o dimensión temporal en que se da el ser.

La cuestión es, y es lo que realmente debería importarnos, es que la vía teológica no nos desvela de forma originaria (libre de interpretaciones tradicionales) el sentido del ser (el ser del ser)*; tampoco nos desvela el sentido del ser la vía científica, que limita las posibilidades de desvelar al ser en tanto se ciñe a un riguroso método de análisis científico.
Sin duda, la desvelación del sentido del ser es un tema que atañe a la metafísica (más allá de la física), pero tampoco Heidegger logró tal objetivo, y el camino que nos mostró el filósofo alémán quedó tan solo como una propuesta, una innovadora alternativa a la teología y a la ciencia para hallar el sentido del ser.
Así pues, siguen sin respuestas las preguntas más urgentes y vitales que se formula el ser humano: ¿tiene sentido la vida y la existencia humana?, ¿hay una razón para ser y existir?. La duda me corroe.

* “La claridad es la cortesía del filósofo” (Ortega y Gasset)
* La vía teológica solo desvela el sentido del ser, es decir, a Dios, en tanto se tiene fe y se cree en la revelación de las sagradas escrituras, pero no porque el ser del ser halla sido desvelado desde la perspectiva metafísica.

La existencia auténtica.

Heidegger distingue en "Ser y Tiempo" la existencia cotidiana de la existencia auténtica y explica cómo el Dasein pasa de existir inmerso en la cotidianidad ("caída") a descubrir la existencia auténtica centrada en el "cuidado" del ser.
Píndaro, si no recuerdo mal, fue el primer pensador que proclamó solemne: "llega a ser quien eres", es decir, que instó al ser humano a desarrollar una existencia auténtica. Fichte la reformuló con su máxima "llega a ser quien realmente eres", y también Ortega la hizo "suya" al repetir incansable "sé el que eres".
Pero antes de dichas referencias directas al ser, para instarle a descubrirse a sí mismo, ya figuraba en el  Oráculo de Delfos la sentencia "conócete a ti mismo", dando por sentado que solo cabía ser auténtico desde un conocimiento previo del propio ser (Dasein). Sócrates hizo suya la máxima grabada en el Oráculo de Delfos,  y aún debería llegar San Agustín para ampliarla con su "conócete, acéptate, supérate" que impregnaría a todo el catolicismo. Así, también podemos encontrar en nuestro Quijote referencias a las mismas cuestiones existenciales:
«-¿Quién eres, adónde vas, de dónde vienes? Responde, fantasma o demonio, que quien te lo pregunta -dice Don Quijote- es nada menos que un hombre».


Ya dijo Ortega, y dijo bien, que la filosofía es la búsqueda de las respuestas a las sempiternas cuestiones existenciales: ¿quiénes somos, de dónce venimos, adónde vamos?. La filosofía era para Ortega, pues, una necesidad existencial y un imperativo vital de los que el ser humano no podía rehuir.
Y, sin embargo, y en palabras de Heidegger, la modernidad "alejó" al ser humano de sí mismo sumiéndole en la existencia de la cotidianidad, una existencia "inauténtica"centrada en el "estar en". El ser humano existe "estando", pero no "siendo"; "está" en el mundo para cumplir con un proyecto vital que no es el suyo, sino que le viene impuesto socialmente; "está" para trabajar, para "tener" objetos y bienes materiales, para cumplir con su rol de mero peón en la gran maquinaria de la ingenieria social, la cual, valiéndose de la "técnica", ha alejado al ser humano de la búsqueda del sentido del ser.
La técnica mantiene al Dasein en la caída, es decir, en una existencia de cotidianidad que se preocupa básicamente por el "estar" y el "tener", no por "el ser"; una existencia centrada en la rutina del "estar en", ya sea en el lugar de trabajo a determinada hora, de "hacer cosas" con puntualidad... y obcecada en el "tener" determinados bienes materiales.
En verdad, apenas hay tiempo para preguntarse por el sentido del ser cuando lo cotidiano dirige nuestras vidas: pagar hipotecas, pagar recibos de diferentes gastos, llegar a tiempo a determinado lugar...
Pero tras la caída, tras la cotidiana existencia, aparece siempre, tarde o temprano, la angustia. El Dasein se encuentra consigo mismo y comienza a conocerse y, retomando a San Agustín, comienza a aceptarse a sí mismo, que no es otra cosa que ser consciente de su propia finitud y tener presente a la muerte como la posibilidad de "poder no ser" o dejar de ser para siempre. Para Heidegger significará el encuentro del Dasein con la existencia auténtica, basada ésta en el cuidado del ser, es decir, en la responsabilidad que acepta el Dasein para hacerse cargo de "poder ser" (posibilidades de vida) asumiendo la posibilidad de su "poder no ser" (muerte).


Heidegger intenta huir de la tradición y no quiere hacer referencia teológica alguna, por lo cual se preocupa mucho de "crear" nuevas terminologías (desocultación, caída, cuidado...) que dificultan la comprensión de su analítica existencial en Ser y Tiempo. Pero la herencia del logos, como bien sabía Heidegger, siempre está ahí, si no explícita siempre implícita o sutilmente "oculta" en los entresijos de la dialéctica metafísica. De ahí su empeño por abandonar el método dialéctico sustituyéndolo por el fenomenológico.
Y, sin embargo, Emmanuel Lévinas se daría cuenta de que toda la obra de Ser y Tiempo trataba, en definitiva, sobre la "no presencia de Dios", es decir, que dicha obra era una suerte de teología negativa. De hecho, el propio Heidegger ya estaba en cierta manera impregnado de referentes teológicos, pues estudió teología durante varios años antes de adentrarse en el terreno de la metafísica y la fenomenología.
Unamuno, siempre sagaz, ya apuntó en su "Del Sentimiento Trágico de la Vida" que nadie como los ateos legitimaban tanto la idea de Dios, pues en su empeño por negarle no tenían más remedio que acudir a él.
Por otro lado, yo mismo no he podido evitar ver ciertas "analogías" entre las Sagradas Escrituras y Ser y Tiempo:

La vida en la caída, en la existencia cotidiana, se me antoja el análogo a la vida de los seres humanos antes de la revelación de Dios. Los humanos vivían en el "estar en" y en el "tener", adorando becerros de oro y sin preocuparse por el sentido del ser, es decir, por el ser del Ser (Dios para la teología). El cuidado heideggeriano, o consciencia de la angustia, coincidiría con el encuentro con Dios, pues en ambos casos supone el hecho de aceptar la responsabilidad de hacerse cargo de una vida finita que terminará con la muerte. La única diferencia, en absoluto baladí, es que la existencia auténtica heideggeriana no acepta como verdad la "posibilidad de" vida tras la muerte, mientras que el cristianismo asegura la vida eterna siempre que el creyente lleve una existencia auténtica conforme a los dictados de la fe.
Es claro, pero, que del hecho de que la analítica existencial de Heidegger no dé por cierta la existencia de Dios, no puede concluirse que éste no exista. Heiddeger deja abierto el camino que ha de recorrerse todavía para comprender el ser de la existencia (el ser del ser), pero la teología lo cierra conluyendo que Dios es el ser del Ser.

Sobre el drama de vivir.

¿En qué consiste el "drama" que es la vida? ¿Por qué la existencia humana está cargada de "dramatismo"?
Vivir, desarrollar un proyecto de vida, es un imperativo inherente a la esencia del ser humano. Es cierto que somos arrojados desnudos a la realidad (Zubiri). Nacemos sin haber decidido cuándo, cómo ni dónde nacer, y morimos ¡qué injusticia! sin desear nunca morir.
El ser humano, autoerigido en Dios todopoderoso por el dictamen del relativismo imperante de la época de la modernidad, ni siquiera tiene la capacidad, la libertad en definitiva, para decidir respecto a dos momentos cruciales de su existencia: el principio y el final de su ser.
He ahí el drama que es la vida, el sufrimiento vital de quienes, sabiéndose libres para ser dueños de sus destinos, se ven impotentes, pero, para ser agentes activos y decisivos en dos momentos cruciales (nacimiento y muerte). Momentos, sin duda, que condicionarán su existencia y determinarán sus singulares circunstancias.
Sí, la vida es un drama en tanto que adversidad, pero ante cualquier adversidad o circunstancia impuesta por el caprichoso azar, al ser humano le toca elegir; siempre será libre, lo quiera o no -se sienta libre o no-  para elegir incluso ante las peores adversidades; siempre podrá optar por luchar o por resignarse. Siempre podrá decidir, ante un abanico de más o menos posibilidades, qué hacer con su proyecto de vida.
A todos nos ofrecerá la vida, la existencia en definitiva, la posibilidad de escoger nuestro rol: héroe o villano, y ello independientemente de falaces determinismos clasistas (marxismo) o biológicos (darwinismo) que pretenderán hacernos creer que nuestras posibilidades de alcanzar la autenticidad de nuestro ser dependerá de un destino ya escrito desde el momento de nacer.
Todos, y digo todos, podemos aspirar a ser héroes, porque el héroe no es, al menos no exclusivamente, quien se autoimola en una acción bélica o dando la vida por grandilocuentes causas. Héroe es todo aquel que hace y crea para llevar adelante un proyecto de vida, propio y auténtico, salvando las dificultades y adversidades circundantes.
El héroe es el individuo que proyecta para hacer realidad lo que todavía no es; es quien crea para cambiar y transformar la realidad, para superar adversidades en definitiva.
Pero para ser un héroe, en la acepción más orteguiana del término,  hay que ser ambicioso y disponer de una fuerte voluntad de poder; un poder que no debe entenderse como el deseo de poseer autoridad sobre los demás, sino que debe comprenderse como un deseo vital por ser auténtico, proyectando y haciendo posible que se desarrollen nuestros actos volitivos.
Así, debido al carácter ineludiblemente ambicioso del héroe, éste tropezará una y mil veces contra su antagónico: el villano receloso de lo superior. El héroe deberá enfrentarse al villano que deseará que todo el mundo se resigne como él; deberá vérselas con el individuo gris que detestará la ambición pero loará la mediocridad, disfrazada ésta de falsa humildad.
Y en este "cara a cara" entre héroe y villano (como veremos una lucha desigual) el héroe será quien habrá de perder, porque, desde que el mundo es mundo, los héroes han perecido dando sus vidas por causas perdidas de antemano, pero las ratas, los villanos que actúan siempre desde las sombras, han sobrevivido y han escrito la historia. De hecho, los villanos gestionan el mundo, la vida en definitiva, haciendo todo lo posible para erradicar la figura del héroe de la única manera en que un ser rencoroso y envidioso puede hacerlo: ridiculizándole.
¿En qué consiste la ridiculización del héroe?
La ridiculización es el paso, previo y necesario, a la posterior deslegitimación del héroe, de todo lo que éste representa: ambición, deseos de ser y hacer, ansias de crear en definitiva.
No hay mejor manera de deslegitimar al héroe que caricaturizándolo (esto lo saben bien los musulmanes cuando se enfrentan, rabiosos, ante quienes pretenden ridiculizar la esencia del Islam).
Pero en Occidente, en la decadente civilización occidental, villana y castradora por excelencia, no solo se permite la ridiculización de sus héroes, sino que dicha burla se alienta y se fomenta en aras de preservar el mediocre y resignado, antivital, status actual.
Occidente hace tiempo que apostó por un proyecto de vida: el inauténtico; aquel que despreciará la misma esencia de la heroicidad: la excelencia, la ambición entendida como superación y henchida de ansias de creación, la valentía de desear ser...
¿Qué es un "salvapatrias", sino la ridiculización de la figura del individuo comprometido con altos ideales de vida?
¿Qué es, sin embargo, un "demócrata" (considerado desde la actual perversión del término) sino un ser resignado, cebado y adoctrinado para mejor conservar el actual estado de injusticias que gestionan nuestras vidas?
España, precisamente España, ha sido la nación europea que mejor ha sabido ridiculizar la figura del héroe; ha sido el proyecto de vida más inauténtico y antivital que primero se ha hundido en la decadencia (ya les tocará a los demás). No en vano fue un español quien creó al héroe por excelencia, al más noble y puro, pero a la vez más ridiculizado: El Quijote.
El Quijote, magnífico retrato imperecedero de las dos Españas, o de las dos clases de personas, como gustaba de señalar Ortega, representantes de dos modelos de vida: el auténtico (del héroe que se proyecta para ser, estigmatizado y convertido en bufonesco y díscolo salvapatrias) y el inauténtico (del villano resignado que intentará por todos los medios impedir las acciones del héroe, convenientemente disfrazado de falso demócrata).

La desaparición de la Épica.

Todas las civilizaciones se han cimentado, y me atrevería a decir que justificado ontológicamente, a través de la épica, de la mitología y de sus dioses y héroes.
Una civilización cualquiera perdurará en el devenir de la historia en tanto logre preservar la memoria de sus ancestros; en tanto consiga que sus mitos pervivan; en tanto mantenga vivos a sus héroes y, en definitiva, en tanto se esfuerce por mantener viva su razón de ser con las necesarias dosis de épica.
¿Pero qué es la épica?

Yo me atrevería a definir la épica como la máxima aspiración de los hombres, pobres mortales, por semejarse a un dios. Y digo semejarse porque la épica respeta la jerarquía inherente a la organicidad vital; la épica entiende que si existen loables valores superiores es por el hecho, trascendental, de que hay un ser o seres superiores que dan sentido a las vidas de los hombres: a sus hechos heróicos. Y el héroe, aunque ambicioso y orgulloso en ocasiones, es ante todo humilde ante lo superior, dócil ante la excelencia y, sobre todo, ante sus dioses, razón por la cual jamás osaría autoerigirse en dios. A lo sumo, el héroe podría aspirar, como bien entendieron los griegos, a ser un semidios; una suerte de híbrido magnífico con un pie en la realidad material y otro en el idealismo místico o religioso.

La épica cumple, por tanto, con una imperiosa necesidad vital: proveer de héroes a la civilización, promover el deseo de aspirar a la heroicidad entre aquellos individuos mejor capacitados para el aristocrático ejercicio de crear; para aquellos que posean la ambición de diseñar y proponer proyectos de vida comunes a sus semejantes.
Así, en la medida que una civilización destierra la épica de su razón de ser, la ningunea o la desprecia, dicha civilización se comienza a autoinmolar, quizás con una lentitud difícil de apreciar para las primeras generaciones que asistirán, atónitas, a la negación de sus mitos, héroes y dioses. Pero el suicidio vital se hará evidente para las generaciones posteriores cuando, ya sumidas en la decadencia y en la podredumbre moral, se pregunten angustiadas:

¿Dónde están los héroes que han de salvarnos?

Y esta pregunta, desgarradora y desesperada, ya no hallará respuesta. A lo sumo, algún alma caritativa se le acercará al oído y le confesará, cuidándose mucho de no levantar la voz: todos los héroes están muertos. Más aún, podría explicarle cómo los héroes habían sido borrados de la memoria colectiva, después de una larga purga inmisericorde a través de la cual fueron ridiculizados y convertidos en patéticos bufones.
Y entonces, solo entonces, el individuo angustiado frente a su presente y sin esperanzas en el futuro, volverá a preguntar: ¿por qué y cómo murieron los héroes?

Y he aquí la respuesta del anónimo filántropo, en el fondo compadecido con la suerte que habría de correr este pobre desdichado, sus compatriotas y la generalidad de los integrantes de la Civilización Occidental:

El materialismo, desesperado amigo, mató a los dioses y con ellos desterró la posibilidad de toda épica. Desde el momento en que el ser humano se obligó a ser esclavo de una razón prostituida, en tanto que sesgada por el cientifismo positivista, se firmó la sentencia de muerte de todo acto de heroicidad. Y es que ninguno de los dos grandes asesinos de la vitalidad: ciencia y marxismo (ambos materialistas) se atrevieron a reconocer que la diosa razón también tenía un alma espiritual y una imperiosa necesidad de inmortalidad.
Dijo Unamuno en su "Del sentimiento trágico de la vida" que el pacifismo era la consecuencia inevitable del reconocimiento de la inexistencia de Dios. Y dijo bien el sagaz filósofo vasco, porque muerto Dios, y con su muerte la imposibilidad de alcanzar la vida eterna, ¿qué sentido tenía autoinmolarse heróicamente por nada ni por nadie? ¿Para qué morir en las guerras?
Sí, pobre desdichado que buscas respuestas que no quieres oír, matamos a Dios y con él a la épica y a todos los héroes que en la historia fueron. Peor aún, nos obcecamos en adoctrinar sobre lo inútil y vano de ejercer de héroe; disuadimos a los individuos de varias generaciones para que evitaran ser ridiculizados y tomados por bufones anacrónicos. ¡Anacrónicos! ¡Cómo si la vida entendiera de ancronismos! ¿Para qué o por qué habría de morir un héroe, hoy, si ya ni siquiera le quedaría la esperanza de la vida eterna?
Y sin la épica que proporciona héroes, como podemos comprobar, toda una civilización (Occidente) se desmorona.

Paseando.

Antes de caminar decidido y con paso firme hacia un camino de poesía prometedora, es necesario pasear lentamente, observando y reflexionando con atención cada movimiento vital que se sucede en el parque humano.
Y es que el parque y sus grupos humanos, así como las relaciones y conflictos que se dan entre los mismos, son complejos; y, por tanto, su análisis no está exento de oportunistas y reduccionistas sesgos partidistas.
Intentaré analizar la vida, la esencia misma del ser, sin pecar de dogmático y sin prejuicios.