lunes, 15 de abril de 2013

La existencia y la esencia.



Hubo un momento de mi vida, siendo un joven bachiller, en el que Sartre y Kierkegaard (más concretamente su "Don Juan") llegaron a cautivarme.
El existencialismo, la filosofía de la existencia, seducía con facilidad a algunos jóvenes de antaño que, a falta de una PlayStation o de cientos de canales digitales, necesitaban alimentar sus neuronas para saciar descontrolados apetitos de saber.
Así, también puedo recordar todavía el impacto que me produjeron dos obras existencialistas de Unamuno: "Niebla" y "San Manuel Bueno, mártir"
Sería fácil arremeter contra las nuevas generaciones y culparles de su ignorancia, como sería fácil volver a arremeter contra la perversa LOGSE, pero lo cierto es que mi privilegiada memoria también recuerda que acaso yo fuere el unico "friki" de mi clase que disfrutaba y entendía las sesudas cuestiones metafísicas que explicaban libros y profesores. Tanto era así que, en no pocas ocasiones, los profesores rompían mi timidez instándome a debatir con ellos, lo cual, en verdad, me producía una curiosa mezcla de ansiedad y placentera excitación.
Tras leer "El Existencialismo Ateo" de Sartre, no pude por menos que sentirme profundamente identificado con él. De hecho, ya estaba preparado para tan herética comunión, pues desde pequeño se me sumió en la angustia de la desesperación, en "el sentimiento trágico de la vida": Dios no existía, estábamos solos en el mundo y de nosotros dependía poder llegar a ser. Así me hizo pensar mi entorno familiar de "izquierdas".
"L´existance précède l´essence" fue una frase que suscribí y acepté como verdadera y que permaneció grabada en mi mente durante mucho tiempo, y en francés, idioma que comencé a estudiar a edad temprana, antes incluso que la lengua catalana (eran otros tiempo más orientados hacia la meritocracia, y no tanto a satisfacer inconscientes particularismos).

Hoy, sin embargo, no sólo me cuestiono la veracidad de dicha máxima, sino que la considero dolorosamente falsa y perversa. Sólo un español como Unamuno, de profunda raigambre católica, aunque agnóstico liberal,supo entender el dolor que suponía privar de esperanza al ser humano; bien lo supo su San Manuel, atormentado párroco que se debatía entre las dudas de su fe y la necesidad de salvar a su rebaño prometiéndole ser más allá de la muerte.
¿De qué sirve, en realidad, negar la existencia de Dios?
Sartre no tuvo dudas ni empacho alguno en asegurar que la negación de Dios servía para poder llegar a ser uno mismo libremente, pues ante la carencia de una esencia espiritual a priori, al individuo sólo le quedaba crear su propio y subjetivo proyecto de vida que le permitiera autorrealizarse (llegar a ser quien realmente era, que diría Fichte).
Creo que Unamuno, como yo mismo, no lo vio tan claro, y ello a pesar de ser, como Sartre, un probado defensor de la subjetividad individual: "soy subjetivo porque soy un sujeto, sería objetivo de ser un objeto" (célebre frase unamuniana).
Y es que Unamuno, el tan español y genial Unamuno, no se engañó hipócritamente como lo hizo Sartre, porque si bien es cierto que el ser humano necesita ser, autorrealizarse a través de proyectos de vida (Ortega), lo que caracteriza al ser humano, ante todo y por encima de todo, es su sed de inmortalidad.

Decía Sartre, gran paradoja, que los valores morales debían inventarse para permitir que el ser humano pudiera realizar proyectos y autorrealizarse, pero al tiempo, curioso cuanto menos, negaba la existencia de Dios.
¿Acaso Dios no es una invención tan VITAL como necesaria?
Suponiendo, incluso, que hubiésemos "inventado" a Dios... ¿Quién nos instó a ello? ¿Tal vez el propio Dios? ¿No podría ser que la esencia espiritual, inherente a nuestra condición humana, ya estuviese presente en nosotros incluso antes de nacer?
¿Acaso una revelación no podría confundirse, perfectamente, con una invención?
Las cuestiones teológicas no son mi fuerte, pero, desde luego, me preocupa mi proyecto de vida y me preocupan mis hijos. Me preocupa que mi hija, por poner un ejemplo ilustrador, pudiera decidir abortar "libremente" (es un decir) con tan sólo 16 años. Y me preocupa que pudiera hacerlo, tan sólo, porque todavía se encontrase en ese estadio evolutivo, propio de todo adolescente, en el que todos hemos sido consciente o inconscientemente sartrianos, es decir, orgullosamente necios como para no reconocer jerarquías superiores, terrenas o divinas; esa edad en la que nuestro egoísmo no nos permitía pararnos a pensar qué era realmente la VIDA y qué significaba realmente ser un ser humano.
Me preocupa, gravemente, que mi hija se convierta en una vulgar Aído (¿un feto no es humano?), porque ahora, con la edad y la experiencia vital acumulada, sí creo que existe una esencia espiritual necesaria, me da igual si inventada o revelada, que nos insta a ser mejores a través de una promesa de vida.

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